miércoles, 3 de diciembre de 2008

LA HUIDA EN METRO

Los amigos de Claudio en Bilbao le pidieron que les mandara un texto para publicar en ocasión de la inauguración del metro en esa ciudad. Imperdible.

LA HUIDA EN METRO

A punto de partir por primera vez hacia Europa un catalán me dijo: No dejes de viajar con la RENFE. Esos son trenes, chico. No terminas de acomodarte ¡Y ya has llegado! Un irónico el catalán: Mi primera experiencia fue el tren de cercanías San Sebastián-Bilbao. Un inválido en bicicleta. ¡Cuatro horas! Llegué entrada la noche. Franco había muerto. Aprovechando la oscuridad, diez bufones serviles movían su cadáver como a un títere de Felipe Garduño, le imitaban la voz. Todavía nadie hablaba de transición. Nadie izaba banderas. No se pintaban los labios las mariquitas ni en las bocas de las muchachas habitan las palabras procaces.

A la salida de la estación, alguien dejó un graffiti: En este país follar no es un pecado. Es un milagro. Movimiento de homosexuales. En un bar algunos borrachos subían a Begoña preguntando quién había visto a algún hombre morir amando. Yo, 21 añitos, bastante esmirriadillo, simplemente estaba aterrorizado. Aquí son todos putos, me decía. Y en un barrio de mala muerte, debajo de la lluvia torrencial, poco habituado a las borracheras grupales, sensibles y canoras, sólo esperaba que un vasco gigantesco saliera de la sombra y me dejara el culo como una boina. Al rato, me rescató un amigo. Y esa noche dormí en Sestao. Pero ignoraba aún hasta qué punto el nombre de aquel pueblo iría unido a mi vida.

Inducido tal vez por la experiencia del viaje en tren y la exageración del catalán, al día siguiente fue cuando se me ocurrió el chiste. Así, recién inaugurado como estaba en mis nuevas tierras, algunos amigotes nocturnos, de esos que nunca faltan, me habían subido en andas a unas campas vacías. Ya verás, me decían, un rato de asamblea y muchas hostias. Era un hecho folclórico, una gira turística la mía. Como si mis compadres me dijeran: París, la torre Eiffel; Venecia, los canales; Ravenna, los mosaicos. Sestao, los combates urbanos.

Me pareció intuir, entonces, que la asamblea era sólo un rito inicial; lo que esperaban todos era ese gran momento de las piedras, los gases, los balazos de goma, la hazaña militante y deportiva. Dar y no recibir. Dar y escapar a tiempo. Concluida la batalla, hospitalizadas las víctimas, apaleados los prisioneros (siempre del mismo bando), replegada la artillería y los carros blindados, se veía a todo el mundo de lo más animado: Bebían con fruición, atacaban – voraces - las tapas, los pepinos, los hongos y aceitunas, los tomates rellenos, las anchoas, los pinchos, los pimientos. ¡De bote a bote estaba el Edurmendi, compadres!

Pero fue en aquella mañana de sábado, algunas horas antes, en el momento en que las cohortes grises rodearon la asamblea y el combate se hizo inminente, que le dije a uno de mis amigos: ¿Porqué no les decimos que esperamos el Metro? “Joder, Chaval, - me respondió - ¡Tu sirves para esto!”, mientras llenaba mis bolsillos con piedras.

Corrió el agua sobre la ría. Y vimos La Naranja Mecánica, Emmanuelle 107, Tejero pegó el grito en las Cortes, adustos militantes se vistieron de señoritas. Y aprovechando el tiempo, perfeccioné la broma. Ya en el campo profesional, un personaje mío, cuando estaba en problemas, ante la congelada perplejidad de los perseguidores, huía usando el Metro.

Muchos años más tarde mi hermano David Abajo me escribía: Tú escapista va a tener que buscarse otras vías. O mejor ¡Exiliarse!. Ya tenemos Metro en Bilbao. Supongo que mi duende se recluyó en Sestao, donde el progreso – como ocurre en los pueblos de los currantes - siempre es algo moroso. Pero llega.

Imagino a mi personaje, cansado y quijotesco, observando desde la ría las orillas de la margen derecha, mientras cuelgan – en los altos de la ciudad – los farolillos y las guirnaldas para el festejo. Y el gusano de acero, ciego, veloz como los tiempos, atraviesa rugiendo el túnel (y el otro, el de la vida). Una idea insensata, una fuga final, hace carne en su pecho. Zambullirse en los cuadros de un pintor que me tengo, en su luz mortecina, en esos trenes grises como gris es su cielo, esa estepa de hierros retorcidos, vías muertas, estaciones vacías, donde teje Penélope, aúllan perros desamparados, recalan los suicidas.

Un cacho de pasado, dice el personajito mientras mira la ría. Descansar allí para siempre. Es sólo una ilusión. Será otra fuga en vano. Porque el pasado vuelve y el arte es optimista, siempre habita el futuro. Y como no lo ignoran mis amigos del colectivo Burdiña, la vida concluye por imitarlo.

CLAUDIO NADIE –